Descripción
Poco a poco, en los últimos años, “crisis” es una de las palabras que más circula en los distintos foros: económico, político, social, educativo… Para nosotros es una realidad con la que convivimos, recién salidos de una época de optimismo (especialmente económico) y progreso. Dicha experiencia puede llevarnos a dos convicciones: la primera, que la crisis de un modelo de convivencia como el europeo arrastra una problemática aún mayor, es lo que se refiere cuando se afirma que detrás de esta crisis económica, política, financiera… tenemos una crisis de valores, o incluso como diría Manuel Bustos (La paradoja postmoderna, Encuentro, Madrid, 2009, 7), un tiempo de cambios trascendentales que han afectado a todos los sectores de la existencia. La segunda, que todo el modelo en el que hemos confiado para construir y definir una vida “lograda” (individual y comunitaria) es erróneo o, al menos, no está ajustado con la realidad antropológica. Y si levantamos la mirada de nuestro hoy y hacemos recuento de nuestro pasado más inmediato, nos encontramos hace apenas un siglo con un importante movimiento intelectual que se encontraba, paradójicamente, en la misma situación. Nos lo reflejan las obras de Husserl (La crisis de las ciencias europeas), Zubiri (La crisis de la conciencia moderna, Nuestra situación intelectual), entre otros.
Más allá de esta consideración epocal de la crisis, este libro que nos ofrece Manuel Lázaro (filósofo, teólogo y sobre todo colega y amigo) viene a desentrañar un nivel más profundo de la crisis, especialmente para realizar sobre ella una mirada de mayor alcance. Sin negar la evidencia: nuestra realidad en crisis y especialmente una crisis que adviene desde categorías modernas advertidas por los filósofos –así denominados– de la postmodernidad, Manuel Lázaro se aventura a identificar “la realidad de la crisis” para advertir cuál es la posición teológica con la que cabe afrontarla. De este modo, su propuesta no sólo realiza una mirada trascendente sobre ella: si bien es verdad que cuando –como pasó también en Roma– el mundo que había proporcionado seguridad y orgullo se quiebra, uno advierte más allá de esas verdades fugaces y tempóreas, las verdades que merecen la pena y que sacian los anhelos más profundos del corazón humano. También problematiza la crisis como una realidad específica y propia de la persona, que se encuentra permanentemente entre dos mundos (entre dos ciudades, diría San Agustín) y que debe resolver la gran pregunta existencial de definir su lugar y proyectar desde él quién va a ser.
Siguiendo la estela de grandes maestros, como San Francisco de Asís, la crisis más allá de una realidad coyuntural revela su constante acompañamiento al existir humano como tal, y proyecta el sentido trascendente, cristiano, de la cruz. Sólo desde la comprensión ofrecida por la iluminación de la existencia humana (ejemplificada en las sucesivas pruebas de fe de Abraham), la cual examina su proyecto vital desde la cruz y el Viernes Santo, puede advertirse la realidad de su fragilidad y desde ella la grandeza de “la redención universal operada por la humanidad de Dios que rescata desde su sufrimiento en la Cruz, el sufrimiento de la humanidad caída por el pecado original y marcada por el signo de la debilidad física (enfermedad), humana (pobreza) y social (opresión)” (dirá Lázaro).
Una invitación, la suya, valiente y confiada al mismo tiempo, para hacer de la crisis no sólo una situación coyuntural o circunstancial que nos afecte y que aprovechemos para cambiar modelos de comportamiento tal vez periclitados, sino especialmente una vía de descubrimiento personal que nos haga más evidente nuestra propia realidad caída pero en camino, y encontremos el origen de la verdadera alegría que nos compete como realidades llamadas a una vida plena y trascendente e itinerantes.
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