30 Los jesuitas en la política educativa del Ayuntamiento de Cádiz (1564-1767)

23,00

 AZCÁRATE RISTORI, Isabel

ISBN: 84-921632-0-8  
Fecha de publicación: 1996
392 págs. 
Dimensiones: 170 x 240 mm. 
Peso: 775 g 
Tapa Blanda
Materias: Teología 

Descripción

Como ha escrito recientemente el profesor Serafín de Tapia en un informativo artículo: La, alfabetización de la población urbana castellana en el Siglo de Oro, «el mito de la alfabetización comienza a ser cuestionado». En efecto, el delincuente altamente cultivado que pone al servicio del mal una refinada tecnología es una figura de actualidad; pero ello no obsta para que el dominio de la palabra escrita sea un elemento esencial para el desarrollo humano.
El Renacimiento abrió paso a este concepto y tendió a universalizarlo, primero con la difusión de la imprenta, después con la atención prestada por las Instituciones a un sector muy descuidado: el de la enseñanza primaria. En este contexto hay que entender, entre otros indicios, la recomendación de Luis Vives de la escolarización obligatoria, como medio de prevenir la delincuencia, la análoga petición de un procurador de Sevilla en las Cortes de 1548 y la atención de la Iglesia tridentina hacia la alfabetización como medio de moralización y catequización: los colegios de la Doctrina Cristiana, la consideración de la tarea docente como obra de caridad muy meritoria y la recomendación a los curas de que, por medio de los sacristanes, se inculcaran estos elementos de cultura, etc.
Hay que reconocer que estos esfuerzos de la Iglesia, a los que se sumaron muchos municipios, no fueron bastante eficaces, y que se destinó más dinero a obras suntuarias que a la educación popular; todas las encuestas realizadas en los últimos años coinciden en que el nivel de alfabetización en los siglos XVI-XVIII era bajo y desigual: bastante elevado en las clases dominantes entre los varones en la población urbana; bajísimo en la población rural, sobre todo en la población femenina. Quizás conviene recordar que, con los deficientes sistemas de en. eñanza, el aprendizaje de las primeras letra resultaba largo. Penoso y, para gran parte de la población, costoso. Muchos aprendían a leer pero no abordaban la práctica de la escritura que entonces se aprendía por separado.
La autora de este trabajo esboza en pocas y sobrias pinceladas este panorama intelectual y señala la concomitancia entre el pensamiento renacentista y el de San Ignacio en cuanto al valor propedéutico de la instrucción, aunque fuera en el grado más elemental, para la tarea evangelizadora, y así escribía al P. Torres, en fecha tan temprana como la de 1555, a propósito de la labor de alfabetización que llevaban a cabo los jesuitas en Goa: «Esto conviene continuarlo porque no es tarea ajena a nuestro Instituto». Años después el P. Castañeda escribía a Roma desde Sevilla, que sería conveniente que en todos los colegios de la Compañía hubiese una enseñanza primaria que preparase para la de Humanidades, y la razón que daba no era sólo pedagógica sino social: «Porque demás del gran beneficio de aquella edad, es tan universal a todo estado, a ricos y a pobres» administrando a éstos a más de las facilidades para la catequización una posibilidad de acceder a estudios más elevados. Y, en efecto, gracias a los colegios de la Compañía y a su enseñanza gratuita e indiscriminada, no pocos jóvenes de modesto origen pudieron acceder a los honores y a los más altos cargos.
Se disipa así la idea muy extendida del elitismo, del aulicismo, de los jesuitas; es verdad que con el tiempo se enfrió ese ardor primitivo; hubo demasiadas concomitancias con los ricos y poderosos, se admitieron (contra la mente conocida del Fundador) los estatutos de limpieza de sangre; hubo sacerdotes aseglarados, confesores regios de dudosa reputación, concomitancia con inquisidores, colegiales mayores y otros grupos de presión; pero a pesar de estas desviaciones (algunas las denunció el P. Mariana en su tratado De las enfermedades de la Compañía) subsistió mucho del espíritu primitivo y hubo hasta el final misioneros celosos, atención a los pobres y marginados, denuncias valientes de las injusticias sociales y se mantuvo intacto el principio de la gratuidad de una enseñanza abierta, en principio, a todos, aunque las clases altas y medias resultaran las más beneficiadas de las enseñanzas que se impartían en el centenar de colegios que los jesuitas llegaron a tener esparcidos por toda España.
Nunca, sin embargo, renunciaron a la mucho más modesta tarea de proporcionar educación primaria en algunos de dichos colegios, no ya con la idea de facilitar el acceso a puestos elevados y carreras universitarias sino de abrir al pueblo las puertas al mundo del libro, de la letra impresa. Andalucía, que recogió en las escuelas de leer y escribir de Cádiz, uno de los primeros frutos de esta política, tuvo también una de las ültimas y más brillantes oportunidades con las escuelas primarias de San Luis instaladas en Sevilla gracias a un generoso legado.
Como de ordinario, las premisas económicas estaban siempre presentes, obligando a transacciones, peticiones, pleitos y otros detalles prosaicos e inevitables. Como además los jesuitas no admitían estipendios por misas, bautizos, ofrendas y otros recursos habituales en los cleros secular y regular, no tenían más que dos fuentes de financiación: los donativos y los contratos con entidades, generalmente municipios, pues el Estado, en materia de enseñanza, se limitaba a ejercer, con poca eficacia, una tarea de supervisión. De los contratos con los ayuntamientos, surgían fricciones, protestas, pleitos y otros incidentes, a veces poco edificantes; nos choca comprobar, por ejemplo, el celo con que los jesuitas exigían, a veces, la exclusividad en materia docente. Anotamos, en cambio, la generosidad de tantos donantes que permitieron a la Compañía, no amasar inmensos tesoros, como quiere la leyenda, sino simplemente hacer funcionar aquella inmensa máquina, entretener numerosos edificios, mantener el culto y la enseñanza y sustentar a más de dos mil Padres y Coadjutores en España y otros tantos en las Indias. Los administradores de los Bienes de los Expulsos, comprobaron, después del despojo de 1767, que el remanente, tras atender estas partidas, era bien poca cosa. De ahí que, no pocas veces, el prosaísmo de los números empañe la pureza del ideal en las cuestiones entre los colegios y los municipios, sin excluir el de Cádiz.
Fueron probablemente motivos económicos los que determinaron el semifracaso inicial del colegio gaditano. Era entonces Cádiz una ciudad renacida, activa, comparándola con la desolación anterior, pero muy pequeña. Cuando los ingleses la saquearon en 1596, no pasaba de mil vecinos, es decir, unos 4. 500 habitantes, aunque teniendo en cuenta la población flotante podría llegar a los 6.500 habitantes.
La recuperación del XVII (notable contraste con lo que ocurría por aquellas calendas) fue al principio briosa, después desbocada, por la paulatina traslación del comercio de Indias. No olvidemos sin embargo, que estamos hablando de un mundo pequeño, sin común medida con las cifras que hoy manejamos. El Cádiz de 1700 tendría cuando más, cuarenta mil habitantes (no vecinos), suficientes para explicar la extensión del caserío y el aumento de las comunidades religiosas. La autora, que a lo largo del trabajo señala los paralelismos entre el Colegio y su entorno, precisa las consecuencias de esta expansión. No existe en Cádiz el límite secular; el año 1700 carece de significado; de querer señalar una fecha sería más adecuada la de 1680, año del traslado de la cabecera de las flotas al seno gaditano, seguido, tras los avatares de la Guerra de Sucesión, del traslado de la Casa de Contratación.
El siglo XVIII fue para Cádiz un siglo de plenitud, en el que, según la ley histórica conocida, se incubó también su decadencia; me refiero a la de Cádiz pero también a la de su Colegio y aun a la de la Compañía en conjunto. Me explicaré: Por lo pronto, no es buena señal que en esta centuria la narración de la autora se empantane en conflictos de competencia, como asegura un cronista, lo que si de una parte obedece al lógico encariñamiento de la autora con el tema y su resistencia a sacrificar parte del material laboriosamente allegado, también tiene una razón objetiva más clara: el deterioro del ímpetu fundacional de la Compañía: lo que fue brasa quedó en rescoldo, y lo mismo le ocurrió a las demás Órdenes religiosas e incluso al conjunto de la Iglesia española. Paralelamente avanzaba un proceso de secularización que, comenzando por las alturas, afectaría a la sociedad entera. En este sentido hay un hecho cuya honda significación no puede ocultarse: se había implantado en el Colegio gaditano una escuela de Matemáticas, subvencionada por el Estado a causa de la gran utilidad que se seguía para la formación profesional de los pilotos de la Carrera de Indias. Pero cuando Patino (y después Ensenada) intentó recuperar para España la primacía que en otros tiempos tuvo en los estudios cosmográficos y astronómicos, como parte del programa de restauración naval, no utilizó esa modesta semilla depositada en el colegio jesuítico sino que creó dos grandes establecimientos: el Colegio de Guardias Marinas y más tarde ‘el Observatorio de San Fernando, con bibliografía científica al día, y aparatos traídos del extranjero.
Mientras que la Compañía perdía así la oportunidad de mantener la primacía científica que tenía y que suplía en parte el vergonzoso abandono de estos estudios por parte de la universidad oficial, todo su sistema pedagógico de la Ratio Studiorum perdía también la lozanía de sus inicios y, tras dos siglos de vigencia sin cambios apreciables, caía en la rutina, sin abrirse a las nuevas ideas que surgían en Europa. En vísperas de la expulsión el Colegio de Santiago de Cádiz, atravesaba, al menos en apariencia, el período más floreciente de su historia: más religiosos que nunca y un patrimonio de setenta y una fincas, pero el balance cultural no era tan brillante: ninguna de las grandes figuras de la expulsión provenía del colegio de Cádiz. Si se me permite rematar estas líneas con una aparente paradoja, diré que la expulsión, pese a su inhumanidad tuvo una ventaja para la Compañía: le procuró un airoso final, cuando todavía no se había agotado el impulso inicial y la antigua llama lanzaba sus fulgores, evitándole el penoso espectáculo de decrepitud que medio siglo más tarde afectaría al conjunto de las demás Ordenes religiosas.
Un hermoso drama, en suma, con final trágico e imprevisto, finamente evocado con gran riqueza de recursos por Isabel de Azcárate; fruto logrado de largas vigilias; esfuerzo meritorio que merece el reconocimiento de todos los estudiosos de nuestro pasado intelectual.

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